sábado, 26 de octubre de 2019

¿Quiénes somos?


La cuestión ¿quiénes somos? supone un ejercicio de interiorización hacia nosotros mismos y de trascendencia hacia los demás y el mundo. Existen muchas definiciones y modos de entender al ser humano desde la ciencia: la física, la química, la biología… Pero todas estas definiciones son insuficientes pues pretenden definirnos atendiendo a una sola peculiaridad pero obviando el resto de puntos de vista. Así, desde la biología se entendería al ser humano como un ser vivo que se compone de multitud de células, que realiza una serie de funciones vitales tales como nacer, crecer, reproducirse o morir… Para la física se entendería al ser humano atendiendo a unos parámetros de movimiento, fuerza, velocidad o energía… Para la química se entenderá al ser humano a través de categorías como átomo, molécula…
Todos estos planteamientos, aunque necesarios, son insuficientes porque son parciales. Para lograr aproximarnos un poco siquiera a lo que seamos es necesario hacerlo desde el campo de la filosofía. Con ello, atenderemos al ser humano como una realidad total y global.
Desde esa totalidad una categoría definitoria del ser humano es ser experiencia. Somos experiencia permanente con la que pretendemos dotar de sentido a nuestra existencia y todo aquello que nos rodea. Pero, ¿es cierto que la existencia tiene sentido? El mundo en sí carece de sentido y para ello es necesario que exista al menos una persona que se lo preste. Pero somos una experiencia trágica e permanentemente insatisfecha porque somos históricos y, por tanto, permeables al devenir del tiempo.
Desde esta categoría de la temporalidad resulta complicado encontrar nuestra identidad como personas: ¿acaso soy el niño que fui con cinco años? ¿Acaso soy el hombre que soy hoy en día y escribe estas líneas? ¿O seré más bien el anciano en el que me convertiré con el paso del tiempo? Soy cada una de esas personas, pero ninguna de ellas tomadas aisladamente. Somos, como ya advirtió Heráclito, permanente cambio y es necesario asumir esta realidad. Es evidente que ha de existir un punto de unión entre todas las personas para que nos podamos reconocer como una identidad propia, única e irreductible.
La realidad que somos, y todo aquello que nos rodea, no es nada permanente sino elástico y plástico. Pero estamos tan concentrados en la vida, en nuestros problemas y en los agobios en los que nos zambulle la realidad cotidiana que no nos percatamos de cómo vamos cambiando. Cambiamos no sólo desde un punto físico sino sobre todo a nivel de pensamiento. Seguramente, cuando hacemos un recuento de nuestra vida pasada y analizamos las decisiones que tomamos en un momento determinado del pasado, a veces nos sorprendemos y no nos reconocemos en la persona que fuimos. Seguro que a partir de las experiencias con las que nos ha enriquecido la vida, a veces, y si tuviéramos la posibilidad de volver al pasado, no habríamos actuado del modo que lo hicimos.. Éramos más jóvenes e inexpertos y no nos habíamos encontrado hasta entonces en una situación similar. De todos modos, desde el presente es muy fácil opinar respecto al pasado, pero el pasado siempre permanece, nos guste o no.
Si nos analizamos desde un punto de vista de las ideas que tuvimos en una etapa determinada de la vida, observamos que éstas han cambiado de manera inevitable. El contenido de nuestros pensamientos están sometidas a permanentes oscilaciones. En mi adolescencia tenía unas aspiraciones e ideales que se han ido modificando: algunos han cambiando de manera sustancial, otros se han transformado y adaptado al mundo en el que vivo actualmente, otros se conservan de manera idéntica.
¿Acaso no hemos tenido alguna vez un reencuentro con un muy buen amigo de nuestra niñez o adolescencia y hemos observamos cuanto ha cambiado? Le recordamos jugando con nosotros por la calle a la pelota, imitando a otras personas simplemente por divertirse y nos lo encontramos ahora y vemos que todo ha cambiando. Es una sensación nostálgica y de tristeza al comprobar cómo esos tiempos pasaron y no volverán. Creíamos en el pasado que ese amigo constituía con nosotros uña y carne. Además, la otra persona también pensará cuánto he cambiado yo mismo y no podemos hacer nada al respecto. También, cuando recuerdo el lugar donde nací me asaltan a la cabeza sentimientos de alegría: la casa de mis padres, de mis abuelos, de mis amigos o vecinos, el olor a mar, las gaviotas… Sin embargo, al retorno in situ compruebo el paso inexorable del tiempo, cómo vamos envejeciendo, cómo nuestros seres más queridos nos van dejando, cómo lugares que frecuentabas van desapareciendo, cómo nuevas personas van sustituyendo a las anteriores. Desde un punto puramente externo parece que todo sigue en orden, pero es que ¡ni siquiera tú eres la misma persona!
Por eso, asumir nuestra categoría finitud temporal es esencial para avanzar en la vida. Todo ello, me hace pensar que somos una extraña amalgama de pasado, presente y futuro. Y a todo ello ha de unirse que estamos esencialmente perdidos y desorientados en el mundo que nos toca vivir. Por eso, en nuestro vivir debemos dotar de significado a nuestra existencia y en definitiva, encontrar nuestro lugar en el mundo. Ésa es la parte más complicada. Somos pasado porque hemos realizado un recorrido y tenemos un bagaje de éxitos y fracasos. También somos presente en la medida en que estamos aquí y ahora y tenemos que decidir en cada momento lo que somos y seremos. Pero también somos futuro en la medida que nuestra vida se orienta siempre hacia adelante, lo queramos o no.
De estas tres categorías de pasado, presente y futuro, si tuviéramos que elegir uno, ¿cuál sería? En principio, no parece posible destacar un momento por encima de los demás porque todos ellos se configuran en una totalidad. Pero si lo pensamos con más detenimiento  concluimos que respecto al pasado poco podemos hacer porque justamente es eso, pasado. No podemos cambiar los acontecimientos del pasado por mucho que queramos, tanto los buenos como los malos. Tenemos gratos recuerdos que nos colman de felicidad y otros que nos gustaría borrar de manera inmediata. Pero no podemos luchar contra eso. Lo único que podemos hacer es asumir el pasado en todas sus dimensiones y si hay aspectos que no nos gustaron, cambiar nuestra perspectiva e interpretación de las mismas. Hay cosas que nos pasaron y que fueron muy negativas pero también debemos pensar que son pruebas que la vida te pone para poner de manifiesto tu fortaleza.
Respecto al futuro, parece que nuestra vida, en la medida en que es un continuo proyecto, va orientándose hacia él. Sin embargo, como advirtieron muchos filósofos, por ejemplo, Heidegger, somos un ser-para-la-muerte. A medida que vamos definiendo el proyecto de nuestra vida, el sentido que queremos dar a nuestra vida, surgen posibilidades que tenemos que elegir, incluso cuando elegimos no elegir. Pero descubrimos que la muerte es la posibilidad más fundamental porque más allá no queda nada. Por tanto, descubro que el futuro (mi futuro) tiene un fin a partir del cual nada nuevo me sucederá, la muerte.
Por tanto, parece que de los tres momentos que hemos señalado antes, el que más nos define es el presente. Pero, ¡cuánto se nos olvida vivir el momento presente! A veces vivimos atormentados por tal o cual cosa que nos pasó tiempo atrás, y eso nos priva de disfrutar del momento presente, además de un gasto innecesario de energía. Otras veces vivimos tan enfocados hacia el futuro, hacia lo que queremos ser o tener más adelante, que obviamos el presente.
Todo lo anterior no hace sino descentrarnos de nuestro momento presente. Pero es que un momento tan efímero y fugaz y cuánto nos queremos dar cuenta ya ha pasado. Las gentes serían más felices si se esforzaran de verdad a vivir el momento presente, porque en definitiva es lo único que tenemos más seguro. Pero para ello es necesario mucha ejercicio consciente y disciplina continua. ¡Se nos pasa desapercibido tantas cosas!. No nos percatamos de los aromas, de los sonidos, los colores, de la persona que paso junto a nosotros por la calle… Sólo concentrándonos desde nuestro momento presente seremos capaces de construir nuestro pasado e ir hacia el futuro con paso decidido.
Todo esto nos lleva a plantear la siguiente cuestión: ¿Qué diferencia existe entre el ser humano y el resto de seres vivos? Ambos compartimos una dimensión biológica inevitable del que no nos podemos liberar. Tanto uno como otro tiene unas necesidades vitales de carácter inevitable. Es cierto que en el caso humano existe una merma importante de los instintos. Vivimos en una inespecialización e indeterminación biológica. Pero todo ello se compensa a partir de nuestra gran capacidad de adaptación al medio y de aprendizaje. Por tanto el ser humano tiene como peculiaridad fundamental el hecho de que más allá de esa primera dimensión biológica tenemos una dimensión cultural, entendiendo éste último término con la mayor amplitud posible. Platón ya dibujó en su obra La República la figura del rey filósofo, casi obligado a gobernar porque aquél que poseía el conocimiento tenía la obligación moral de ayudar a sus compañeros, cuya actividad estaba orientada hacia el conocimiento y la contemplación, y justamente por eso era el más feliz. En la misma línea se sitúa el discípulo de Platón Aristóteles cuando reflexionaba acerca de la felicidad, y también considera como modelo supremo de felicidad el conocimiento. Sin embargo, según Aristóteles, el problema es que el ser humano no podía dedicar su vida exclusivamente al conocimiento sino que tenía que ocuparse de otros menesteres más modestos. 
¿Qué nos aporta la cultura? La cultura nos aporta el lenguaje, los conocimientos, las creencias, los valores, las normas o las técnicas. El lenguaje es fundamental y lo adquirimos porque nacemos en un medio lingüístico. No somos seres aislados o asociales sino que necesitamos de los demás para poder desarrollarnos. En el caso concreto del lenguaje, sabemos que si una persona no nace en un medio lingüístico y no ha estimulado determinadas zonas del cerebro relacionadas en el período que transcurre de cero a dos años, que es el período donde nuestro cerebro se halla con una mayor plasticidad, entonces no podrá desarrollar el lenguaje, o al menos a nuestro mismo nivel. Todo ese bagaje de conocimientos lo vamos adquiriendo a lo largo de nuestro ciclo vital en contacto con nuestros semejantes. Y es que si una sola generación humana es capaz de realizar grandes progresos en un período relativamente corto de tiempo es justamente porque actuamos sobre los hombros de un gigante como es la cultura humana.
¿Qué podemos concluir de todas las reflexiones? Definir al ser humano de modo completo y definitivo es imposible. Somos una realidad enigmática que estamos en continua evolución. Somos una experiencia que dota de sentido todo aquello que nos rodea. Nunca estamos acabados y hechos sino que somos un ser aún por definir con un bagaje que desde el presente nos proyectamos hacia el futuro. No somos estrictamente biológicos sino que en cualquier caso somos culturales y es lo que nos permite orientarnos en un mundo en permanente cambio. Y al final de todo está la muerte.