La cuestión
¿quiénes somos? supone un ejercicio de interiorización hacia nosotros
mismos y de trascendencia hacia los demás y el mundo. Existen muchas
definiciones y modos de entender al ser humano desde la ciencia: la física, la
química, la biología… Pero todas estas definiciones son insuficientes pues
pretenden definirnos atendiendo a una sola peculiaridad pero obviando el resto
de puntos de vista. Así, desde la biología se entendería al ser humano como un
ser vivo que se compone de multitud de células, que realiza una serie de
funciones vitales tales como nacer, crecer, reproducirse o morir… Para la
física se entendería al ser humano atendiendo a unos parámetros de movimiento,
fuerza, velocidad o energía… Para la química se entenderá al ser humano a
través de categorías como átomo, molécula…
Todos estos planteamientos, aunque
necesarios, son insuficientes porque son parciales. Para lograr aproximarnos un
poco siquiera a lo que seamos es necesario hacerlo desde el campo de la
filosofía. Con ello, atenderemos al ser humano como una realidad total y
global.
Desde esa totalidad una categoría
definitoria del ser humano es ser experiencia. Somos experiencia permanente con
la que pretendemos dotar de sentido a nuestra existencia y todo aquello que nos
rodea. Pero, ¿es cierto que la existencia
tiene sentido? El mundo en sí carece de sentido y para ello es necesario
que exista al menos una persona que se lo preste. Pero somos una experiencia trágica e permanentemente
insatisfecha porque somos históricos y, por tanto, permeables al devenir
del tiempo.
Desde esta categoría de la temporalidad
resulta complicado encontrar nuestra identidad como personas: ¿acaso soy el
niño que fui con cinco años? ¿Acaso soy el hombre que soy hoy en día y escribe
estas líneas? ¿O seré más bien el anciano en el que me convertiré con el paso
del tiempo? Soy cada una de esas personas, pero ninguna de ellas tomadas
aisladamente. Somos, como ya advirtió Heráclito, permanente cambio y es
necesario asumir esta realidad. Es evidente que ha de existir un punto de unión
entre todas las personas para que nos podamos reconocer como una identidad
propia, única e irreductible.
La realidad que somos, y todo aquello
que nos rodea, no es nada permanente sino elástico y plástico. Pero estamos tan
concentrados en la vida, en nuestros problemas y en los agobios en los que nos
zambulle la realidad cotidiana que no nos percatamos de cómo vamos cambiando.
Cambiamos no sólo desde un punto físico sino sobre todo a nivel de pensamiento.
Seguramente, cuando hacemos un recuento de nuestra vida pasada y analizamos las
decisiones que tomamos en un momento determinado del pasado, a veces nos
sorprendemos y no nos reconocemos en la persona que fuimos. Seguro que a partir
de las experiencias con las que nos ha enriquecido la vida, a veces, y si
tuviéramos la posibilidad de volver al pasado, no habríamos actuado del modo
que lo hicimos.. Éramos más jóvenes e inexpertos y no nos habíamos encontrado
hasta entonces en una situación similar. De todos modos, desde el presente es
muy fácil opinar respecto al pasado, pero el pasado siempre permanece, nos
guste o no.
Si nos analizamos desde un punto de
vista de las ideas que tuvimos en una etapa determinada de la vida, observamos
que éstas han cambiado de manera inevitable. El contenido de nuestros
pensamientos están sometidas a permanentes oscilaciones. En mi adolescencia
tenía unas aspiraciones e ideales que se han ido modificando: algunos han
cambiando de manera sustancial, otros se han transformado y adaptado al mundo
en el que vivo actualmente, otros se conservan de manera idéntica.
¿Acaso
no hemos tenido alguna vez un reencuentro con un muy buen amigo de nuestra
niñez o adolescencia y hemos observamos cuanto ha cambiado? Le recordamos
jugando con nosotros por la calle a la pelota, imitando a otras personas
simplemente por divertirse y nos lo encontramos ahora y vemos que todo ha
cambiando. Es una sensación nostálgica y de tristeza al comprobar cómo esos
tiempos pasaron y no volverán. Creíamos en el pasado que ese amigo constituía
con nosotros uña y carne. Además, la otra persona también pensará cuánto he
cambiado yo mismo y no podemos hacer nada al respecto. También, cuando recuerdo
el lugar donde nací me asaltan a la cabeza sentimientos de alegría: la casa de
mis padres, de mis abuelos, de mis amigos o vecinos, el olor a mar, las
gaviotas… Sin embargo, al retorno in situ
compruebo el paso inexorable del tiempo, cómo vamos envejeciendo, cómo nuestros
seres más queridos nos van dejando, cómo lugares que frecuentabas van
desapareciendo, cómo nuevas personas van sustituyendo a las anteriores. Desde
un punto puramente externo parece que todo sigue en orden, pero es que ¡ni siquiera tú eres la misma persona!
Por eso, asumir nuestra categoría
finitud temporal es esencial para avanzar en la vida. Todo ello, me hace pensar
que somos una extraña amalgama de pasado,
presente y futuro. Y a todo ello ha de unirse que estamos esencialmente
perdidos y desorientados en el mundo que nos toca vivir. Por eso, en nuestro
vivir debemos dotar de significado a nuestra existencia y en definitiva,
encontrar nuestro lugar en el mundo. Ésa es la parte más complicada. Somos
pasado porque hemos realizado un recorrido y tenemos un bagaje de éxitos y
fracasos. También somos presente en la medida en que estamos aquí y ahora y
tenemos que decidir en cada momento lo que somos y seremos. Pero también somos
futuro en la medida que nuestra vida se orienta siempre hacia adelante, lo
queramos o no.
De estas tres categorías de pasado,
presente y futuro, si tuviéramos que elegir uno, ¿cuál sería? En principio, no
parece posible destacar un momento por encima de los demás porque todos ellos
se configuran en una totalidad. Pero si lo pensamos con más detenimiento concluimos que respecto al pasado poco
podemos hacer porque justamente es eso, pasado. No podemos cambiar los
acontecimientos del pasado por mucho que queramos, tanto los buenos como los
malos. Tenemos gratos recuerdos que nos colman de felicidad y otros que nos
gustaría borrar de manera inmediata. Pero no podemos luchar contra eso. Lo
único que podemos hacer es asumir el pasado en todas sus dimensiones y si hay
aspectos que no nos gustaron, cambiar nuestra perspectiva e interpretación de
las mismas. Hay cosas que nos pasaron y que fueron muy negativas pero también
debemos pensar que son pruebas que la vida te pone para poner de manifiesto tu
fortaleza.
Respecto al futuro, parece que nuestra
vida, en la medida en que es un continuo proyecto, va orientándose hacia él.
Sin embargo, como advirtieron muchos filósofos, por ejemplo, Heidegger, somos
un ser-para-la-muerte. A medida que
vamos definiendo el proyecto de nuestra vida, el sentido que queremos dar a
nuestra vida, surgen posibilidades que tenemos que elegir, incluso cuando
elegimos no elegir. Pero descubrimos que la muerte es la posibilidad más
fundamental porque más allá no queda nada. Por tanto, descubro que el futuro
(mi futuro) tiene un fin a partir del cual nada nuevo me sucederá, la muerte.
Por tanto, parece que de los tres
momentos que hemos señalado antes, el que más nos define es el presente. Pero, ¡cuánto se nos olvida vivir el momento
presente! A veces vivimos atormentados por tal o cual cosa que nos pasó
tiempo atrás, y eso nos priva de disfrutar del momento presente, además de un
gasto innecesario de energía. Otras veces vivimos tan enfocados hacia el
futuro, hacia lo que queremos ser o tener más adelante, que obviamos el
presente.
Todo lo anterior no hace sino
descentrarnos de nuestro momento presente. Pero es que un momento tan efímero y
fugaz y cuánto nos queremos dar cuenta ya ha pasado. Las gentes serían más
felices si se esforzaran de verdad a vivir el momento presente, porque en
definitiva es lo único que tenemos más seguro. Pero para ello es necesario
mucha ejercicio consciente y disciplina continua. ¡Se nos pasa desapercibido tantas cosas!. No nos percatamos de
los aromas, de los sonidos, los colores, de la persona que paso junto a
nosotros por la calle… Sólo concentrándonos desde nuestro momento presente
seremos capaces de construir nuestro pasado e ir hacia el futuro con paso
decidido.
Todo esto nos lleva a plantear la
siguiente cuestión: ¿Qué diferencia
existe entre el ser humano y el resto de seres vivos? Ambos compartimos una
dimensión biológica inevitable del que no nos podemos liberar. Tanto uno como
otro tiene unas necesidades vitales de carácter inevitable. Es cierto que en el
caso humano existe una merma importante de los instintos. Vivimos en una
inespecialización e indeterminación biológica. Pero todo ello se compensa a
partir de nuestra gran capacidad de adaptación al medio y de aprendizaje. Por
tanto el ser humano tiene como peculiaridad fundamental el hecho de que más
allá de esa primera dimensión biológica tenemos una dimensión cultural,
entendiendo éste último término con la mayor amplitud posible. Platón ya dibujó
en su obra La República la figura del
rey filósofo, casi obligado a gobernar porque aquél que poseía el conocimiento
tenía la obligación moral de ayudar a sus compañeros, cuya actividad estaba
orientada hacia el conocimiento y la contemplación, y justamente por eso era el
más feliz. En la misma línea se sitúa el discípulo de Platón Aristóteles cuando
reflexionaba acerca de la felicidad, y también considera como modelo supremo de
felicidad el conocimiento. Sin embargo, según Aristóteles, el problema es que
el ser humano no podía dedicar su vida exclusivamente al conocimiento sino que
tenía que ocuparse de otros menesteres más modestos.
¿Qué
nos aporta la cultura? La cultura nos aporta el lenguaje, los
conocimientos, las creencias, los valores, las normas o las técnicas. El
lenguaje es fundamental y lo adquirimos porque nacemos en un medio lingüístico.
No somos seres aislados o asociales sino que necesitamos de los demás para
poder desarrollarnos. En el caso concreto del lenguaje, sabemos que si una
persona no nace en un medio lingüístico y no ha estimulado determinadas zonas
del cerebro relacionadas en el período que transcurre de cero a dos años, que
es el período donde nuestro cerebro se halla con una mayor plasticidad,
entonces no podrá desarrollar el lenguaje, o al menos a nuestro mismo nivel.
Todo ese bagaje de conocimientos lo vamos adquiriendo a lo largo de nuestro
ciclo vital en contacto con nuestros semejantes. Y es que si una sola
generación humana es capaz de realizar grandes progresos en un período
relativamente corto de tiempo es justamente porque actuamos sobre los hombros
de un gigante como es la cultura humana.
¿Qué
podemos concluir de todas las reflexiones? Definir al ser humano de modo
completo y definitivo es imposible. Somos una realidad enigmática que estamos
en continua evolución. Somos una experiencia que dota de sentido todo aquello
que nos rodea. Nunca estamos acabados y hechos sino que somos un ser aún por
definir con un bagaje que desde el presente nos proyectamos hacia el futuro. No
somos estrictamente biológicos sino que en cualquier caso somos culturales y es
lo que nos permite orientarnos en un mundo en permanente cambio. Y al final de
todo está la muerte.