sábado, 2 de noviembre de 2019

Nuestros mayores.


Fotograma de la película Arrugas (1911).
Cada vez más, son frecuentes en los medios de comunicación las noticias sobre ancianos que mueren en la más absoluta soledad en sus casas o residencias. Nadie les echaba de menos, pareciera como si estuvieran de más en el mundo. Nadie o casi nadie acudió a su funeral. Estaban con vida pero ya habían experimentado una primera muerte: la social, que precede a la física. Su única compañera fiel durante los últimos años de su existencia fue la soledad. A nadie les importaba: ni familias, ni amigos ni allegados. Incluso hay quienes murieron y nadie se percató de ello hasta mucho después. ¿Os parece un modo legítimo de acabar la vida alguien que se esforzó y trabajó mucho por el bien de muchos?
Parecen que sólo llegan a importar cuando dejan de pagar las facturas, pero como ocurre que muchos de ellos tienen esos gastos domiciliados en cuentas bancarios, siguen pagando fielmente cada mes, incluso después de muerto. O también por temas de herencia, ¡cómo cambian de actitud aquellos hipócritas herederos con respecto al anciano del que puede recibir la herencia! ¿Por qué la gente sólo parece tener compasión y empatía con aquéllos que espera recibir algo a cambio?
¡Cómo les gusta realizar encendidos homenajes a estas personas cuando ya murieron y que poco se acordaron cuando estaban con vida! ¡Cómo les gusta reconocer los méritos de una persona cuando ya no está!
¿Te puedes imaginar la vida de una persona en un día de extrema soledad esperando la visita de alguien o aquella llamada de teléfono que no tendrá lugar? Porque el ser humano es esencialmente sociable y necesitamos del apego de nuestros semejantes. Necesitamos reír, emocionarnos, socializar, en definitiva necesitamos vivir con los demás. Las personas necesitamos sentirnos importantes y acompañados.
¿Puedes comprender que esa persona que a día de hoy se convirtió en un anciano tuvo un pasado donde una vez fue un joven y un niño? Puedo imaginar la vida de ese anciano en el pasado. Imagino el día en que nació y con cuánta alegría fue recibido por sus padres. Pienso en la alegría inmensa que recibió esos padres cuando él llegó al mundo. Esos padres hubieran hecho cualquier cosa, incluso sacrificar su propia vida, por el bien de su querido hijo. ¿Qué sentirían sus queridos padres si tuviesen la oportunidad de volver a la vida y vieran a su hijo tan desamparado y en soledad? Estoy seguro que sentirían un dolor inmenso porque no hay dolor más grande para unos padres que la desgracia de un hijo. Estoy convencido que estos pobres padres dirían: ¿Qué sentido tiene todos los sacrificios que durante en vida llevamos a cabo para que nuestro pequeño pudiera prosperar y poder tener una vida propia?
Me imagino a nuestros mayores cuando tuvieron a sus hijos y la alegría con los que los acogieron. Todos los sinsabores que sufrieron y todos los sacrificios que llevaron a cabo. ¿Cómo es posible desatender a los mayores después de los sacrificios que tuvieron que pasar para poder sacarnos adelante a pesar de las dificultades que nos ofrece el día a día de la vida?
Recuerdo a mis queridísimos abuelos, vivas personificaciones de la bondad humana, reunían todas las cualidades que siempre he admirado en una persona: además de la bondad, la empatía, el saber escuchar, el sacrificio, la fidelidad, la lealtad y tantas otras virtudes que no cabrían en ningún papel. Aunque ellos murieran, realmente no dejaron de existir nunca. Su recuerdo sigue presente en cada uno que tuvo la suerte de conocerlos. Y sé que cuando sus grandes corazones dejaron de latir, parte de mí también murió, como si el Sol ya no brillase tan fuerte o si el cielo ya no fuera tan azul como antes. Después de su muerte, ellos vivían dentro de mí, me alumbran a modo de fuerza interior al modo del ejemplo que me dieron en vida. Pero esto es justamente lo que deberíamos sentir cuando nuestros mayores nos dejan.
¿Qué tipo de sociedad es ésta en el que la gente mayor deja de tener su propio espacio y no se le respeta? Seguro que es una sociedad en la que a pocos nos gustaría vivir. La gente no reflexiona sobre el paso del tiempo, que la vejez se nos acerca a pasos agigantados y al final la muerte nos iguala a todos. Vivimos en un mundo tecnológico y globalizado cuya señal de identidad es el cambio permanente, y cada vez más rápido. La realidad nos desborda permanentemente, no tenemos ni siquiera tiempo para asimilar tantos cambios. Y cuando surge una noticia ya es sustituida por otra más reciente. Surge un nuevo producto y cuando paso un corto período de tiempo ya queda obsoleto y tiene que ser sustituido por otro. Pero esto no sólo desde el punto de vista material de los productos comerciales sino también para las personas.
Esto contrasta sobremanera con la imagen del anciano en el mundo clásico que era considerado como un vivo ejemplo que había que respetar y pedir consejo porque tenía experiencia y había vivido mucho. Es la imagen que Platón retrata en la obra La República con el anciano Céfalo cuando Sócrates le preguntaba qué era lo que entendía por justicia.
El filósofo Kant en su obra Fundamentación de la metafísica de las costumbres ya reflexionaba sobre este aspecto. Afirmaba que el individuo debía actuar de acuerdo con unos principios que derivaban de su razón y que mandaba de un modo incondicionado y universal. Estos principios los llamó imperativos categóricos y una de sus formulaciones hacía referencia a que debíamos tratar a toda la humanidad, ya sea uno mismo o ya sea cualquier otra persona siempre como fin y nunca como mero medio. Esto significaba que la persona por el hecho de ser tiene un valor absoluto e incondicionado, es decir, tiene dignidad, y, por tanto hay que respetarle bajo cualquier circunstancia. Pero en el mundo en el que vivimos cada vez más los valores brillan por su ausencia y se trata del mismo modo a una persona que a un objeto. El ser humano queda instrumentalizado y sólo es valorado en la medida en que pueda proporcionar algún tipo de beneficio o utilidad. En el deporte, por ejemplo en el fútbol, un deportista de élite de se hace mayor, pierde habilidades, pierde velocidad, se cansa antes. Los aficionados acaban reclamando un sustituto, y da igual lo grande que pudo ser en el pasado. Y los presidentes de los grandes clubes buscan una nueva estrella siguiendo un criterio económico. Pero esta estrella correrá la misma suerte que la estrella que había sustituido previamente.
¿De verdad que éste es el mundo que queremos legar a nuestros hijos? ¿Un mundo en el que sólo se valore a las personas por lo que nos pueda proporcionar y no por lo que se es? 
El hecho de envejecer a poca gente gusta. El paso permanente del tiempo trae consigo una pérdida de muchas cualidades. No seguiremos siendo eternamente el joven que somos actualmente, antes o después las arrugas surcarán nuestra frente y rostro, perderemos nuestra fuerza de juventud, nuestros cabellos adquirirán un tono plateado y a otros sencillamente se les caerá. Habrá quienes luchen contra el paso del tiempo con teñidos de pelos, operaciones estéticas, pero de poco servirá.
¡Cuánto nos habría gustado vivir eternamente esa etapa de permanente juventud como si fuera una estación de primavera o verano de largas tardes soleadas, con cielo azul!  ¡Cómo ese primer amor, aunque fuera platónico, en el que nos sentimos invencibles pero también tan vulnerables! Pensábamos que nadie era mejor que nosotros, nos poníamos el mundo como montera y ni siquiera lo pensábamos.
La vejez hay que asumirlo como un elemento consustancial a nuestro periplo vital. La gran tragedia humana es que estamos en permanente cambio, y no nos gusta aceptarlo. No somos seres estáticos sino que somos un proyecto en el que nos definimos..
Estoy seguro que no te gustaría vivir los últimos momentos de tu vida en absoluta soledad sino estar acompañado de los tuyos. Te gustaría exhalar tu último aliento de aire sintiendo el amor y comprensión de tus seres más queridos. Por ello, has de hacer tú lo mismo con nuestros mayores porque, seguramente, como trates a la gente, así te tratarán a ti.