Aristóteles (384-322 a . C.). |
La razón, ese instrumento tan venerado
en el ser humano, puede resultar peligroso. Además, de ser una fuente
insaciable de bienestar y disfrute, un uso incorrecto del mismo puede acarrear
nefastas consecuencias. La razón siempre ha sido considerado como el aspecto
definitorio del ser humano, aquello que nos hace distinguirnos del resto de
seres vivos, nos permite ir más allá del mero instinto o de nuestra dimensión
biológica. El ser humano, a diferencia del resto de seres vivos que podemos
actuar contra nuestra dimensión natural e instintiva y anteponer una idea a
nuestra naturaleza: por ejemplo podemos decidir suicidarnos o hacer una huelga
de hambre. En cambio, un animal no puede suicidarse de modo voluntario y en el
caso de que lo haga es porque viene determinado por su código genético. Nos
permite autoconocernos, saber que somos una individualidad irreductible a todos
los demás. Nos permite planificar nuestro futuro, tomar decisiones, asumir las
consecuencias de nuestras acciones, en definitiva ser libres.
Pero, a cambio, nos puede aportar
infelicidad, sufrimiento y dolor. Los animales aparentemente viven felices
dentro de una docta ignorantia mientras
que el ser humano a partir precisamente de esa capacidad deliberativa y de
nuestra empatía podemos experimentar el dolor que sufriremos en el futuro o
sufrir con el dolor que experimenta otra persona.
Palabras como angustia, depresión o
ansiedad acaban por convertirse en términos comunes en la población actual. ¿Cómo percibe la realidad una persona con
depresión? Hay quienes dirán que una persona que no haya sufrido de
depresión nunca sabrá lo que se siente. Las ideas negras y negativas inundan tu
cabeza de forma repetitiva. Intentas luchar contra ellas para que desaparezcan,
intentas dominarlas de modo racional y no encuentras solución sino un enorme
cansancio físico y que te impide realizar una vida normal. Cuando ya tienes
dominado un pensamiento negativo pronto te surge otro igual o más destructivo.
Deseas permanecer en tu cama eternamente y no tener que hacer nada más. Estás
imposibilitado, incluso para realizar la tarea más sencilla, como ir a la
cocina y tomar un vaso de agua. En esta situación lo que quieres es que se
acabe todo. Te das cuenta que no disfrutas con
lo que antes te gustaba o te apasionaba y eso te genera sufrimiento. Odias
el sufrimiento que generas en tu familia, o la compasión que generas en amigos
y conocidos. No puedes levantarte de la cama, ni siquiera mover un brazo.
Harías cualquier cosa por acabar esa situación.
¿Una persona con depresión quiere ser
feliz? Ni mucho menos, sus proyectos no son tan ambiciosos sino lo que quiere
básicamente es dejar de sufrir. Si has llegado alguna vez a la situación que he
descrito has de saber que es el modo en que tu organismo te está previniendo sobre
algo que estás haciendo mal y no lo sabes. Ante tal situación es necesario
cambiar y desarrollar nuevas costumbres.
¿Cómo
es posible que hayamos llegado a esta situación? ¿Por qué muchos de nosotros
vivimos instalados en ese marco de tristeza y melancolía que nos inmoviliza de
forma permanente y que nos impide ser felices?
Un aspecto esencial de la realidad y que
no siempre entendemos es el cambio
permanente. Ya el filósofo Heráclito advertía que lo que define la realidad
era el cambio permanente y que él identificaba simbólicamente con el fuego. El
fuego es el elemento que cambia todo aquello a lo que se encuentra sometido. No
aceptar la realidad del cambio engendra en nosotros sufrimiento. Nos genera
melancolía ciertos aspectos de la realidad que ya pasaron y que nunca más
volverán: cuando eras alumno en tal colegio o instituto, los amigos del pasado
que no volviste a ver. El inevitable paso del tiempo nos genera gran dolor
necesariamente. Muchos pensamos que cualquier
tiempo pasado fue mejor. Pero esa frase no siempre es verdad: cuando
recordamos el desengaño amoroso que tuvimos años atrás lo hacemos a modo de
nostalgia o melancolía pero se nos olvida cuanto sufrimos en ese momento. La
memoria es un instrumento complejo pero poco fiable en general. Recordamos
nuestra casa de infancia de un tamaño descomunal y al volver a verlo nos damos
cuenta de su tamaño real. Al final nos damos cuenta que no recordamos todo sino
aquello que fue realmente significativo para nosotros. Debemos adaptarnos siempre
a las circunstancias cambiantes de la vida, es necesario prosperar y
evolucionar. No podemos estancarnos en una forma de ser pasada que aunque nos
fue bien en el pasado queda hoy día anquilosado. Debemos considerar que si hoy
no nos encontramos bien mañana estaremos mejor y viceversa. La realidad sigue
su curso de forma irremediable. Vamos envejeciendo y observamos como las
personas que nos rodean o que nos quieren lo hacen al mismo ritmo. Vemos que
aquello que hace diez o quince años nos preocupaba a día de hoy sólo nos genera
risa. Si observamos la evolución psicológica de una persona en un período
amplio de tiempo nos damos cuenta de cuán ha cambiado. Y nos genera un poco de
tristeza al observar que nunca podremos contemplar otra vez la persona que fue.
A medida que pasa el tiempo hay personas de nuestro círculo íntimo que van
muriendo, otras personas que considerábamos amigos luego de das cuenta que ya
no lo son de repente aparecen nuevas personas que vas incorporando en tu vida.
Todo lo que tiene que ver con la vida ha de ser dinámico y cambiante, mientras
que aquello que está quieto muere de forma irremediable.
Otro aspecto interesante es la tendencia
permanente que tenemos de fijarnos siempre en los aspectos negativos de la
vida. Vivimos en una cultura occidental con un fuerte carácter judeo-cristiano
y que nos ha educado en un permanente sentimiento de culpa y del pecado. Hemos
pensado que esta vida terrenal es un valle
de lágrimas pero que luego viene el paraíso donde todo vuelve a tener
sentido. En el pasaje bíblico de Adán y Eva ya se nos advertía sobre las
negativas consecuencias que llevaría consigo el probar la manzana del árbol de
la sabiduría. El filósofo Nietzsche en distintas obras dentro de su vastísima
producción filosófica como El anticristo
o La genealogía de la moral reflexiona
sobre este aspecto de nuestra cultura y realiza una crítica demoledora. Él
distingue entre dos tipos de morales antagónicos: moral de señores y moral de
esclavos. El señor lo identifica con el fuerte, el aristocrático, el fuerte,
aquél que actúa de acuerdo con su propio criterio y no de acuerdo con la
opinión de los demás, es el que acepta la realidad del cambio y la afirma de
modo íntegro. Es la alegre afirmación de aquello que nos toca vivir. No se
trata de un enfoque pesimista sino todo lo contrario. El esclavo, por el
contrario es aquél que no puede aceptar la realidad del cambio, huye de ella y
la niega. Inventa otro mundo donde supuestamente todo es ideal y perfecto y
llama malo las virtudes que definían al señor y bueno a las virtudes de
debilidad, melancolía, resentimiento hacia la vida. En su obra Así habló Zaratustra Nietzsche acuña la
noción de voluntad de poder para definir la realidad: la realidad no es un
cosmos ordenado y racional sino que es un caos, un juego incesante de fuerzas y
contrafuerzas en permanente enfrentamiento y donde jamás encuentran el perfecto
equilibrio. Como la realidad es cambio y el ser humano forma parte de la
realidad, entonces es necesario asumir de forma natural que constantemente
estamos cambiando y adaptándonos a lo que nos toca vivir.
El mal parece que tiene más cabida que
el bien en nuestra cultura. Los docentes suelen informar a los padres de los
alumnos cuando éstos sacan malas notas o cuando su comportamiento en el aula es
negativo. Pero es extraño que llamemos a los padres de aquellos alumnos que
destaquen para felicitarlos. Los psicólogos y psiquiátricas suelen desarrollar
un patrón de ser humano tomando como criterio fundamental la enfermedad mental,
la neurosis y cosas semejantes pero no suelen ocuparse del individuo sano y
feliz, de las actividades necesarias que debemos practicar para sentirnos
autorrealizados.
Existe una falta de correspondencia entre lo que es el mundo y lo que pensamos que
debería ser el mundo. A veces, se trata de una distancia insalvable y da
igual lo que hagamos que esa distancia siempre se mantendrá. Todo ello, genera
rabia, frustración y una grave sensación de fracaso. Pensamos que hemos hecho
lo que teníamos que hacer y que no hemos recibido lo que creemos merecemos: un
ascenso laboral, la superación de un examen de oposición… Pensamos que existe
una especie de conflagración universal que actúa contra nosotros y que nos
impide alcanzar la felicidad. Se nos enseña desde pequeños que lo importante en
la vida es tener éxito. Solamente los
triunfadores pueden ser reconocidos mediante premios y homenajes, mientras que
los perdedores han de ser olvidados. Esto es algo muy común en la sociedad, por
ejemplo en el deporte. Cuando un equipo gana una competición importante
entonces todos los medios de comunicación lo alaba y todos los aficionados salen
de sus casas para recibirlo. Por el contrario, en el caso de que un equipo
pierda los medios de comunicación lo critican y los aficionados ya no lo espera
en las calles o en los aeropuertos. Incluso, insultan a sus antiguos héroes. Y
es curiosamente aquí en la derrota cuando el equipo necesita del apoyo de sus
aficionados porque en la victoria todos se apuntan. ¿Acaso aquéllos que no salen triunfadores no tiene derecho a ser
felices? Por supuesto que si.
Vivimos en una sociedad permanente
instalada en el qué dirán, donde las
personas hacen las cosas no porque realmente estén convencidas de ello sino
para buscar la aprobación de los demás. Buscamos ser populares y aclamados por
las masas y no nos damos cuenta que la opinión de los demás es siempre
inestable y maleable. Muchos que fueron ampliamente reconocidos por todos ayer
quizás hoy quedan olvidados en el ostracismo. Nos cuesta vivir con la desaprobación
de los demás y cuando eso sucede nos encontramos irascibles y enfadados. No
entendemos por qué tal persona no puso me
gusta en tal foto del Instagram o
del Twitter. Dicen que una persona
que cuente con sólo el cincuenta por ciento de aprobación por parte de la gente
que le conoce ya puede ser feliz. Yo pienso, que ni siquiera es necesario
llegar a la mitad de las personas sino sólo a una persona que eres tú mismo. Si
actúas siempre desde el convencimiento íntimo de lo que tienes que hacer
entonces estarás en camino para encontrar tu lugar en el mundo y ser feliz. No
debemos olvidarlo: la persona más
importante en este mundo es uno mismo. Si tú no te quieres a ti mismo, entonces
estás incapacitado a querer a nadie. Podremos ser una persona incomprendida por
los demás pero nunca incomprendido por uno mismo. ¡Cuántas personas hubieron en el pasado muy incomprendidas y cuyas
ideas hoy en día nos alumbra! Queremos que los demás piensen como uno mismo
y si eso no tiene lugar nos frustramos. No debes olvidar que no puedes
controlar lo que los demás piensen sobre ti, eso es algo que siempre se nos
escapará. Lo único que podemos aspirar es saber controlar el contenido de
nuestro pensamiento y eso a partir de disciplina, esfuerzo y paciencia. Es el
primer paso que tenemos para aspirar a ser felices. Nos encantaría que los
otros nos alabasen antes de que nos censuren, es algo que entendemos
perfectamente. Pero no podemos colocar eso como el fundamento de nuestra
felicidad ni podemos exigir a nadie que piense o perciba la realidad del mismo
modo que nosotros. Además, ¡qué mundo tan
aburrido sería aquél en el que todos pensáramos igual y de un modo homogéneo!
En el fondo, el ser humano ha sobreestimado
y sobrevalorado la vida en sí. Siempre hemos rehuido de la muerte. Los
cementerios siempre han permanecido expulsado de las ciudades. ¿Por qué debemos eliminar de nuestro
pensamiento la muerte cuando es precisamente la muerte lo que dota de sentido a
la vida? Hay personas que odian el frío y el invierno y dicen que les
gustaría vivir eternamente en la estación de la primavera o del verano. Pero, ¿cómo seremos capaces de apreciar la llegada
de la primavera o del verano si previamente no hemos vivido el otoño y el
invierno? El ser humano no es un ser eterno sino que por desgracia está
condenado a la muerte antes o después. El filósofo Heidegger afirmaba que el
ser humano es un ser-para-la-muerte
pues solamente cuando asumimos nuestra finitud y contingencia nuestra
existencia cobra su total sentido. La muerte es la posibilidad de la
imposibilidad y asumir eso nos genera angustia pero también nos hace que
vivamos de un modo más comprometido y consciente.
Olvidamos el diálogo interno que debemos
tener con nuestro yo interior porque siempre estamos volcados hacia fuera.
Debemos reunir momentos a lo largo del día que nos permita conciliarnos con
nosotros mismos, que ese yo interior nos diga que estamos haciendo mal y qué
podemos hacer al respecto. ¿Cómo podemos reunirnos con nosotros mismos? No se
trata de una meditación profunda y trascendental sólo apto para unos pocos
iniciados. Necesitamos unos minutos para desconectar la vorágine de la vida, un
lugar tranquilo y a ser posible oscuro donde tus pensamientos se sucedan pero
sin intentar controlarlos ni juzgarlos. Los pensamientos están en ti pero tú no
eres tus pensamientos. Es más tus pensamientos sólo existen en ti y no fuera de
ti. Además, podemos realizar actividades que nos gusten y nos motiven: leyendo
un libro, haciendo deporte… Es un momento de paz y de sosiego donde nuestras
ideas fluyen libremente y tenemos que dejarlas actuar y no modificarlas. A
veces nos atormentamos constantemente sobre por qué nos ha pasado tal cosa. Nos
damos cuenta que cuanto más nos esforcemos en eliminar esos pensamientos
negativos para persisten y entramos en una especie de espiral de negatividad.
Nos quitan la energía vital y nos agotamos físicamente sin incluso la necesidad
de mover un músculo. Debemos dejar en paz esos pensamientos negativos porque
del mismo modo que entraron se irán, o al menos con el paso del tiempo su nivel
de afectación será menor. ¡Es tan
difícil ser feliz! Pero no hay que cesar nunca en nuestro empeño. Al final,
sólo tenemos esta vida, ni más ni menos.