Rober Mugabe (1924-1919). |
La figura Robert
Mugabe nos servirá como telón de fondo para una reflexión en torno al poder.
Robert Mugabe, presidente de Zimbabue a lo largo de treinta y siete años, ha
sido calificado como un liberador pero también como tirano. ¿Cómo es posible
que una misma persona sea calificada a la vez de héroe y de tirano? ¿Por
qué hay personas que emprenden cualquier tipo de proyecto con unos propósitos
muy nobles y pertinentes para acabar convirtiéndose en tiranos? Es una
tónica habitual en la vida, y en el ámbito político de manera fundamental. Las
personas que alcanzan el poder, una vez transcurrido cierto tiempo de
asimilación, llegan a pensar que ese poder les pertenece. Y en eso consiste su error. En consecuencia,
piensan equivocadamente que están más allá del bien y del mal. Consideran que no
habrá enfermedad por cruel que sea lo suficientemente dura que logre quebrar su
salud, son dioses encarnados en el mundo.
La filosofía
política tiene como uno de los temas de estudio los distintos tipos de
legitimidad del poder y cómo los estados originariamente legítimas fueron
deslegitimándose con el paso del tiempo.
Max Weber hizo un
extraordinario estudio sobre la legitimidad del poder y distinguió entre tres
tipos de ordenamiento: el carismático, el tradicional y el legal. El ordenamiento
carismático es aquél que atribuye al líder una serie de cualidades de
carácter sobrenatural ya sean guerreras o de liderazgo político-social porque
es considerado descendiente de los mismos dioses. La relación existente entre
el líder carismático y sus súbditos se basan en la confianza. El poder
ejecutivo es arbitrario pues se concentra en el líder o en su caso en un grupo
de personas allegadas al líder. Robert Mugabe, en sus inicios llegó a poseer
las características que muy brillantemente Max Weber definió como legitimación
carismática. Es lo que en la antigüedad se denominaba con el término areté.
Areté significa virtud o excelencia y en este sentido el líder era aquél
que tenía areté y que, en consecuencia todos seguían gracias a su
capacidad de determinación y de resolución. En esta línea y continuando esa
misma línea de pensamiento Nietzsche en su obra La Genealogía de la moral,
de 1887, contrapuso dos modelos de moralidad que llamó moral de señores
y moral de esclavos. Los
señores se identifican con los aristócratas, los fuertes, los poderosos,
aquellos que aceptan la realidad y no huyen de la vida, no se someten a nada ni
a nadie y pueden diseñar el proyecto de su vida sin rezos ni sometiéndose a la
autoridad de otras personas o instituciones. En contraposición, la moral de
esclavos es aquella formada por perezosos, débiles, desvalidos que no pueden
afirmarse ellos mismos sino que deben someterse a una autoridad inventando
códigos morales presuntamente universales.
El segundo tipo
de ordenamiento que distinguía Max Weber fue el tradicional: el poder del líder
carismático se transmite por herencia a sus descendientes. Y en esto consiste
su principal limitación: debe someterse a una serie de leyes que no derivan de
sí mismo sino de sus antepasados o de la tradición. Robert Mugabe pretendió
transmitir su poder a familiares y amigos pero una ciudadanía cada vez más
comprometida y consciente no se lo permitió bajo ningún concepto.
Las personas al
comenzar una empresa del tipo que sea desde los escalafones más inferiores,
como generalmente tienen poco que perder y mucho que ganar, no tienen miedo y
basan sus conductas en la moralidad, o al menos en principios que todos
considerarían morales. El tránsito de la pobreza al poder es dulce. Y por ello
el tránsito inverso es más amargo si cabe. Sin embargo, el ser humano es un ser
en continuo proceso de cambio y de evolución. Nos sorprenderíamos sobremanera
si analizáramos nuestros pensamientos o miedos que pudimos tener hace diez años
atrás y descubriremos que no tienen nada que ver con los que tenemos
actualmente en su mayoría. En ocasiones lo que nosotros pensamos que fue una
decisión correcta en el momento en que la ejecutamos en el pasado, hoy en día
al pensarlo desde la amplia perspectiva que da la experiencia y el paso de los
años, nos damos cuenta de cuan equivocamos estábamos. Sin embargo, hay una
serie de principios que una persona íntegra jamás abandonaría: la honestidad,
el bien común, la justicia, la razón, la compasión y tantos otros. Pero estas
personas que están en condiciones de perder mucho les acaba por importar muy
poco estos principios. En esa situación esa persona que ha luchado durante toda
su vida por buscar un lugar adecuado para él y los suyos, es frecuente que esté
dispuesto a lo que sea para seguir manteniendo aquello que conquistó. A veces
no solo por su egoísmo o vanidad sino por aquellos que le pudieran acompañar.
Nicolás
Maquiavelo
frente al ideal clásico de unión entre ética y política, los separa. Para
autores clásicos como Platón y Aristóteles el político debía gobernar con
ética, es decir, gobernar siguiendo los principios de la razón y de la
justicia. Sin embargo, para Maquiavelo, según esa frase tan famosa que se le atribuye
de El fin justifica los medios, considera que los medios, a diferencia
de Platón o de Aristóteles no han de ser legítimos sino sobre todo eficaces. Es
decir, si queremos triunfar en política debemos ocuparnos de los resultados de
lo que hagamos mientras que los medios, independientemente de su carácter moral
o no, serán malos cuando no conducen al fin previsto.
Todo ello tiene
que ver con un sentimiento de eternidad que nos asola cuando se alcanza el
poder. Vivimos la mayoría de la gente invadido por un sentimiento de eternidad
que es totalmente falso. Para Robert Mugabe, de acuerdo como Maquiavelo, habría
principios morales y virtuosos que no pueden mantenerse porque son estériles
para que podamos seguir manteniendo el poder. Y, contrariamente, acciones
reprobables moralmente que sí resultan eficaces para el mantenimiento del
poder.
Pocos de
nosotros reflexionamos de modo serio y pausado acerca de nuestra necesaria
finitud y contingencia. Por razones biológicas no podemos durar eternamente y
es una tragedia verdaderamente. En el ciclo vital del ser humano hay un período
de subida pero también otro de declive que resulta inevitable. Da igual el
apego que podamos sentir por el poder y otras cosas materiales que resultan
insustanciales y vanagloria.
No solemos
pensar que grandes personajes de la historia de la humanidad como Platón,
Aristóteles, Newton, Leibniz o Einstein cuyas obras constituyeron grandes hitos
en el ámbito del conocimiento hubo un día en que dejaron de existir (aunque
realmente sólo en cuerpo porque sus grandes ideas siempre vivirán en nosotros).
Si todos estos grandes personajes se fueron, ¿qué razón tenemos nosotros de
que seremos más que ellos? Algún día también nos iremos. Es algo evidente
que debemos aceptar. No sólo no lo reconozcamos es que ni siquiera caemos en la
cuenta. Todo lo que tiene que ver con el declive y la muerte genera mucho temor
y no nos gusta hablar de ello. Pero que no nos guste hablar de ello no
significa que sea tan real como la vida misma.
El ser humano no
es un ser acabado y hecho sino que, como dirían Heidegger y los
existencialistas es un proyecto que se va definiendo constantemente con cada
una de las decisiones que tomamos en nuestro día a día. ¡Que difícil es ser
fiel a nuestro proyecto existencial y tomar decisiones propias! ¡Y qué fácil es
echar la culpa a los demás de lo malo que nos pase! Heidegger llamó al ser
humano Da-sein que es un ser-ahí que está abocado necesariamente
a la muerte. La muerte es la condición de posibilidad de todas las restantes
posibilidades de realización del ser humano porque más allá de ella no hay más,
ni crecimiento ni decadencia. Hay quienes afirman una vida inmortal, pero
independientemente de lo que afirman es una vida que poco tendrá que ver con la
que hemos disfrutado desde el momento en que hemos nacido.
Sin embargo, el
curso inexorable de los años, la decadencia y muerte de nuestros seres queridos
y el nacimiento de nuevas personas que van sustituyendo a las otras puede
generarnos en nosotros el pensamiento de nuestra caducidad. Todo esto nos lleva
a la siguiente reflexión: no es necesario resistirnos a las cosas que nos pasa
porque nos resultan inevitables, desde la sabia aceptación de lo que nos pasa y
de nuestra propia finitud podemos llegar a alcanzar la serenidad del ánimo y la
aceptación de nuestra finitud. Llega el momento en que resistirse a lo que nos
pasa, ya sea infringiendo principios que hemos considerado inevitables no sirve
de nada. ¿De verdad es preferible gozar de un poder, que por definición
siempre es temporal y poco duradero, infringiendo principios esenciales para el
desarrollo y la convivencia humano?
Max Weber distinguía
finalmente el ordenamiento legal: la autoridad se encuentra en la misma ley y
no ya en los gobernantes. Es más, los gobernantes deben su citación de poder
por mecanismos que han sido establecidos legalmente. Locke ya llamaba la
atención en su Ensayos sobre el gobierno civil sobre la necesidad de que
el poder legislativo y ejecutivo recayeran en personas distintas porque si esto
no sucediera seguramente adaptarían las leyes a su propio interés. Esta ley se
distingue de las costumbres o usos sociales cuyo incumplimiento no será
perseguido. Sin embargo cualquier acción ciudadana que sea contraria a la ley
será perseguida y sancionada. Este
modelo jurídico exige una capacidad técnica avanzada: la existencia de jueces,
abogados, peritos… Es necesario para evitar riesgos de prevaricación y
conflictos de intereses una distinción entre el patrimonio privado de los
administradores y el patrimonio público que administran. Es necesario que haya
códigos registrados en los que se recojan por escrito el contenido de las leyes
para que éstas puedas ser consultadas, revisas y en su caso revisados. También
deben existir administraciones jurídicas que controlen el poder y puedan evitar
cualquier arbitrariedad.
Seremos
recordados en el futuro por las generaciones venideras por lo que hicimos en
vida. No puede ocurrir que algo temporal que deseemos con total intensidad nuble nuestra visión de las cosas haciendo
que prescindamos de los valores que hacen noble y grande a una persona: la
imparcialidad, la honestidad y la integridad moral. Todos tenemos fecha de
caducidad. Es nuestro destino. No seremos más que las gentes que ya se fueron.
No nos engañemos y aceptemos esa realidad, nos guste o no.