domingo, 1 de marzo de 2020

De líder carismático a tirano: Robert Mugabe.

Rober Mugabe (1924-1919).
La figura Robert Mugabe nos servirá como telón de fondo para una reflexión en torno al poder. Robert Mugabe, presidente de Zimbabue a lo largo de treinta y siete años, ha sido calificado como un liberador pero también como tirano. ¿Cómo es posible que una misma persona sea calificada a la vez de héroe y de tirano? ¿Por qué hay personas que emprenden cualquier tipo de proyecto con unos propósitos muy nobles y pertinentes para acabar convirtiéndose en tiranos? Es una tónica habitual en la vida, y en el ámbito político de manera fundamental. Las personas que alcanzan el poder, una vez transcurrido cierto tiempo de asimilación, llegan a pensar que ese poder les pertenece.  Y en eso consiste su error. En consecuencia, piensan equivocadamente que están más allá del bien y del mal. Consideran que no habrá enfermedad por cruel que sea lo suficientemente dura que logre quebrar su salud, son dioses encarnados en el mundo.
La filosofía política tiene como uno de los temas de estudio los distintos tipos de legitimidad del poder y cómo los estados originariamente legítimas fueron deslegitimándose con el paso del tiempo.
Max Weber hizo un extraordinario estudio sobre la legitimidad del poder y distinguió entre tres tipos de ordenamiento: el carismático, el tradicional y el legal. El ordenamiento carismático es aquél que atribuye al líder una serie de cualidades de carácter sobrenatural ya sean guerreras o de liderazgo político-social porque es considerado descendiente de los mismos dioses. La relación existente entre el líder carismático y sus súbditos se basan en la confianza. El poder ejecutivo es arbitrario pues se concentra en el líder o en su caso en un grupo de personas allegadas al líder. Robert Mugabe, en sus inicios llegó a poseer las características que muy brillantemente Max Weber definió como legitimación carismática. Es lo que en la antigüedad se denominaba con el término areté. Areté significa virtud o excelencia y en este sentido el líder era aquél que tenía areté y que, en consecuencia todos seguían gracias a su capacidad de determinación y de resolución. En esta línea y continuando esa misma línea de pensamiento Nietzsche en su obra La Genealogía de la moral, de 1887, contrapuso dos modelos de moralidad que llamó moral de señores y moral de esclavos. Los señores se identifican con los aristócratas, los fuertes, los poderosos, aquellos que aceptan la realidad y no huyen de la vida, no se someten a nada ni a nadie y pueden diseñar el proyecto de su vida sin rezos ni sometiéndose a la autoridad de otras personas o instituciones. En contraposición, la moral de esclavos es aquella formada por perezosos, débiles, desvalidos que no pueden afirmarse ellos mismos sino que deben someterse a una autoridad inventando códigos morales presuntamente universales.
El segundo tipo de ordenamiento que distinguía Max Weber fue el tradicional: el poder del líder carismático se transmite por herencia a sus descendientes. Y en esto consiste su principal limitación: debe someterse a una serie de leyes que no derivan de sí mismo sino de sus antepasados o de la tradición. Robert Mugabe pretendió transmitir su poder a familiares y amigos pero una ciudadanía cada vez más comprometida y consciente no se lo permitió bajo ningún concepto.
Las personas al comenzar una empresa del tipo que sea desde los escalafones más inferiores, como generalmente tienen poco que perder y mucho que ganar, no tienen miedo y basan sus conductas en la moralidad, o al menos en principios que todos considerarían morales. El tránsito de la pobreza al poder es dulce. Y por ello el tránsito inverso es más amargo si cabe. Sin embargo, el ser humano es un ser en continuo proceso de cambio y de evolución. Nos sorprenderíamos sobremanera si analizáramos nuestros pensamientos o miedos que pudimos tener hace diez años atrás y descubriremos que no tienen nada que ver con los que tenemos actualmente en su mayoría. En ocasiones lo que nosotros pensamos que fue una decisión correcta en el momento en que la ejecutamos en el pasado, hoy en día al pensarlo desde la amplia perspectiva que da la experiencia y el paso de los años, nos damos cuenta de cuan equivocamos estábamos. Sin embargo, hay una serie de principios que una persona íntegra jamás abandonaría: la honestidad, el bien común, la justicia, la razón, la compasión y tantos otros. Pero estas personas que están en condiciones de perder mucho les acaba por importar muy poco estos principios. En esa situación esa persona que ha luchado durante toda su vida por buscar un lugar adecuado para él y los suyos, es frecuente que esté dispuesto a lo que sea para seguir manteniendo aquello que conquistó. A veces no solo por su egoísmo o vanidad sino por aquellos que le pudieran acompañar.
Nicolás Maquiavelo frente al ideal clásico de unión entre ética y política, los separa. Para autores clásicos como Platón y Aristóteles el político debía gobernar con ética, es decir, gobernar siguiendo los principios de la razón y de la justicia. Sin embargo, para Maquiavelo, según esa frase tan famosa que se le atribuye de El fin justifica los medios, considera que los medios, a diferencia de Platón o de Aristóteles no han de ser legítimos sino sobre todo eficaces. Es decir, si queremos triunfar en política debemos ocuparnos de los resultados de lo que hagamos mientras que los medios, independientemente de su carácter moral o no, serán malos cuando no conducen al fin previsto.
Todo ello tiene que ver con un sentimiento de eternidad que nos asola cuando se alcanza el poder. Vivimos la mayoría de la gente invadido por un sentimiento de eternidad que es totalmente falso. Para Robert Mugabe, de acuerdo como Maquiavelo, habría principios morales y virtuosos que no pueden mantenerse porque son estériles para que podamos seguir manteniendo el poder. Y, contrariamente, acciones reprobables moralmente que sí resultan eficaces para el mantenimiento del poder.
Pocos de nosotros reflexionamos de modo serio y pausado acerca de nuestra necesaria finitud y contingencia. Por razones biológicas no podemos durar eternamente y es una tragedia verdaderamente. En el ciclo vital del ser humano hay un período de subida pero también otro de declive que resulta inevitable. Da igual el apego que podamos sentir por el poder y otras cosas materiales que resultan insustanciales y vanagloria.
No solemos pensar que grandes personajes de la historia de la humanidad como Platón, Aristóteles, Newton, Leibniz o Einstein cuyas obras constituyeron grandes hitos en el ámbito del conocimiento hubo un día en que dejaron de existir (aunque realmente sólo en cuerpo porque sus grandes ideas siempre vivirán en nosotros). Si todos estos grandes personajes se fueron, ¿qué razón tenemos nosotros de que seremos más que ellos? Algún día también nos iremos. Es algo evidente que debemos aceptar. No sólo no lo reconozcamos es que ni siquiera caemos en la cuenta. Todo lo que tiene que ver con el declive y la muerte genera mucho temor y no nos gusta hablar de ello. Pero que no nos guste hablar de ello no significa que sea tan real como la vida misma.
El ser humano no es un ser acabado y hecho sino que, como dirían Heidegger y los existencialistas es un proyecto que se va definiendo constantemente con cada una de las decisiones que tomamos en nuestro día a día. ¡Que difícil es ser fiel a nuestro proyecto existencial y tomar decisiones propias! ¡Y qué fácil es echar la culpa a los demás de lo malo que nos pase! Heidegger llamó al ser humano Da-sein que es un ser-ahí que está abocado necesariamente a la muerte. La muerte es la condición de posibilidad de todas las restantes posibilidades de realización del ser humano porque más allá de ella no hay más, ni crecimiento ni decadencia. Hay quienes afirman una vida inmortal, pero independientemente de lo que afirman es una vida que poco tendrá que ver con la que hemos disfrutado desde el momento en que hemos nacido.
Sin embargo, el curso inexorable de los años, la decadencia y muerte de nuestros seres queridos y el nacimiento de nuevas personas que van sustituyendo a las otras puede generarnos en nosotros el pensamiento de nuestra caducidad. Todo esto nos lleva a la siguiente reflexión: no es necesario resistirnos a las cosas que nos pasa porque nos resultan inevitables, desde la sabia aceptación de lo que nos pasa y de nuestra propia finitud podemos llegar a alcanzar la serenidad del ánimo y la aceptación de nuestra finitud. Llega el momento en que resistirse a lo que nos pasa, ya sea infringiendo principios que hemos considerado inevitables no sirve de nada. ¿De verdad es preferible gozar de un poder, que por definición siempre es temporal y poco duradero, infringiendo principios esenciales para el desarrollo y la convivencia humano?
Max Weber distinguía finalmente el ordenamiento legal: la autoridad se encuentra en la misma ley y no ya en los gobernantes. Es más, los gobernantes deben su citación de poder por mecanismos que han sido establecidos legalmente. Locke ya llamaba la atención en su Ensayos sobre el gobierno civil sobre la necesidad de que el poder legislativo y ejecutivo recayeran en personas distintas porque si esto no sucediera seguramente adaptarían las leyes a su propio interés. Esta ley se distingue de las costumbres o usos sociales cuyo incumplimiento no será perseguido. Sin embargo cualquier acción ciudadana que sea contraria a la ley será perseguida  y sancionada. Este modelo jurídico exige una capacidad técnica avanzada: la existencia de jueces, abogados, peritos… Es necesario para evitar riesgos de prevaricación y conflictos de intereses una distinción entre el patrimonio privado de los administradores y el patrimonio público que administran. Es necesario que haya códigos registrados en los que se recojan por escrito el contenido de las leyes para que éstas puedas ser consultadas, revisas y en su caso revisados. También deben existir administraciones jurídicas que controlen el poder y puedan evitar cualquier arbitrariedad.
Seremos recordados en el futuro por las generaciones venideras por lo que hicimos en vida. No puede ocurrir que algo temporal que deseemos con total intensidad  nuble nuestra visión de las cosas haciendo que prescindamos de los valores que hacen noble y grande a una persona: la imparcialidad, la honestidad y la integridad moral. Todos tenemos fecha de caducidad. Es nuestro destino. No seremos más que las gentes que ya se fueron. No nos engañemos y aceptemos esa realidad, nos guste o no.